viernes, 28 de octubre de 2011

Serie Z: Capítulo 8. Sálvame sólo a mí

Hay una casa. Y yo me estoy dirigiendo a ella. Tiemblo. Nunca hay que establecerse códigos si no estás seguro de no corromperlos. Nunca te acerques a las casas, tengo apuntado en mi cuaderno. Justo antes de otra frase que dice: no te acerques a los ríos. Ya no queda ninguna casa por saquear, por lo que sólo puedes encontrarte en ella alguien con hambre y miedo. Si tienes suerte estará desarmado. Si tienes mucha suerte estará completamente vacía. 

            El miedo es demasiadas veces lo que separa a un vivo de un muerto. De alguien que matará frente a otro menos asustado que aceptará ser el muerto.

            Si voy es porque tengo mucha hambre. Antes he visto un hormiguero en el cual había un grillo atascado. Las hormigas trataban de meterlo dentro. Había centenares de ellas. Algunas le salían de dentro del propio cuerpo. Aún movía algunas patas y retorcía su cuerpo. Primero he sentido envidia. Después he cogido el grillo y me lo he comido. Sin pensarlo. Si lo miras no lo haces. Te ruge el estómago pero lo acabas tirando al suelo. Es mejor cogerlo, cerrar los ojos y tragarlo sin morderlo. Como si fueras un reptil. 

            La examino a través de las ventanas. Hay muchas moscas dentro. Algunas revolotean y otras simplemente están pegadas al cristal. Sobre el marco inferior hay docenas de ellas muertas. Es probable que no haya nadie dentro. Nadie vivo. Debería salir corriendo pero entro. La puerta está abierta. A cada paso escucho el crepitar de las cáscaras de los insectos muertos esparcidos por el suelo. Están secos por dentro. No hay nada de alimento en ellos. Me repito varias veces que son galletas y hasta me viene el olor de un buen puñado de ellas recién hechas. Los cajones están abiertos y tirados por el suelo, hay basura y un olor a yogurt caducado tan fuerte que es casi un mueble más. La televisión está encendida. Una fiesta de hormigas blancas y negras correteando por la pantalla. La miro un rato, fijamente. Nadie me llamará desde el otro mundo. La muerte no te llama, te alcanza. A veces me da la sensación de que está quieta y todos y cada uno de los que nos movemos sólo estamos tirando dados a cada paso que damos. No hay más de cien casillas antes de encontrarla. 

            Si me llamas voy. Prometo permitirte el sexo anal si el morir no me duele.

            Al abrir la nevera la veo triste y vacía, pero un vaho de frío me golpea en la cara. Nunca he comprendido cómo funciona la electricidad, pero si la cobraban es porque alguien la hacía y además se acaba. En esta casa entró la muerte pero se detuvieron los días. Hay una cama. Me tienta echarme y dormir un rato. Sopeso los peligros. Sólo la no total seguridad de una muerte dulce que empalmara el sueño con la vigilia eterna me impide hacerlo. Si en la muerte no hubiera dolor ya no quedaríamos nadie. No creo que la epidemia tenga nada que ver en la certeza de esa frase.

            Hay un perro muerto y podrido en el baño. Le han vaciado las tripas pero han dejado mucha carne. Alguien se vería sorprendido. Hay un reloj a su lado, aún funciona. Dice que es un día que probablemente no será. Marca una hora, un minuto y un segundo en el que al menos estarán muriendo 100 personas.  Otas tantas la verán cerca y sentirán miedo. Miedo a abandonar el miedo para siempre. Parece una paradoja. Algunos de ellos odiarían su vida de antes. Ahora podrían follarla de convertirla en carne y hueso, podrían follarla aunque sólo fuera hueso. 

            Me siento en el sofá. Cojo el mando y voy cambiando canales. He pasado 50 sin alteración alguna. 56, 57, 58, 59, y al 60 una cámara fija dentro de una habitación. Al fondo una pared gris justo después de dos sillas de mimbre. Puedo pasar horas mirando la imagen. Me quito las botas. Las llevaba tanto tiempo puestas que es como si las metiera en agua caliente. Sólo en el calvario el placer más imperceptible se convierte en tan grande como un mundo entero. Mañana con el sol cogeré el norte de nuevo. Ir hacia el norte para no perderlo para siempre. Lo elegí al azar. Necesitaba un destino, no demasiado fijo pero sí inequívoco. El norte siempre parece estar más lejos que nada. Uno podría llegar tan lejos y tan alto en este planeta que, de mirar atrás, fuera a sentir vértigo.

            Aparecen dos personas en pantalla. Los conozco, son los presentadores estrella de la sobremesa de tele 5. Van sin maquillar y con el pelo sucio. Viéndolos parece que han pasado más años de los que han pasado. Si no fuera porque hablan y les entiendo pensaría que están contagiados.

            -Y ahora damos paso a la sección estrella del programa –dice el hombre, sin gafas parece otro y algo estúpido. 

            -El antes y después –grita ella. Grita todo el tiempo en realidad, pero en ese momento jalea los brazos y parece realmente excitada.

            -El personaje de hoy es un hombre que nos hizo felices a todos, un día de junio, cuando parecía imposible, cuando ya nadie tenía fe. Si nuestro realizador no estuviera ahora comiéndose a su mujer le daría al botón del redoble de tambores –los dos se mirán y ríen. Se ríen mucho rato y con ganas. –Dilo tú bonita.

            Ella se agacha y coge dos cartones del suelo, les da la vuelta y grita:

            -¡Andrés Iniesta!

            -No sabéis lo que le ha costado a nuestro único reportero vivo y lúcido conseguir esta fotografía –dice él señalando la imagen en la que Iniesta aparece con un ojo colgando, con la barbilla chorreando sangre y separada demasiado del resto de la cara. Los músculos del brazo emergiendo a través de la piel parecen de plástico y a la vez de metal. En la otra imagen está celebrando el gol contra el Chelsea.

            -Pues chico, yo no veo la diferencia entre una y otra.

            Los dos explotan en una gran risa. Patalean en el suelo. Parecen felices y orgullosos.

            -¿Qué sección viene ahora? –pregunta ella entonces.

            -¿Qué importa? No creo que vayan a cambiar de canal –y ahí me río yo pero ellos no.

            Apago la tele. Me gustaría poder creer que esta casa es mía y que ya no queda nadie en el mundo que pueda hacerme daño. Pinso que sería feliz si la humanidad no existiese. Pensar en humanidad en vez de en personas concretas me libera de la carga de mi deseo genocida. Imagino cómo pintaría el comedor. Amueblo mentalmente la habitación de la niña. Imagino a mi mujer tumbada en la cama pensando cualquier cosa distinta a odiarme cada segundo. 

            No tener fe es el primer punto del código. Las cosas, cuanto más importantes, más difíciles de llevar a cabo son. Si este mundo no es obra de una mano divina, me gustaría saber cómo es que, mediando tan sólo la casualidad, llegamos al punto en que para cualquier cosa lo más fácil es perder. 




SÍ, CLARO QUE CONTINUARÁ....

gracias a C*, Riki, Ignacio y a las hermanas Oller 

¿me he dejado a alguien? 

jueves, 20 de octubre de 2011

Serie Z: Capítulo 7. Pobre de mí


Una de las últimas veces que vi la televisión. Verano, la plaga ya está muy extendida, aún así se celebran los San Fermines. Es como si la gente tratara de seguir con su vida normal como si eso fuera posible. Alguien cree que reconocer el problema es entrar en él. La epidemia llega allí. Implacable. Como una ola gigante frente a una playa llena de turistas. ¿Cuántos de ellos mueren con el ojo en el objetivo de una cámara? 

El ejército está apostado frente a la Monumental de Pamplona, por la puerta grande, corriendo en dirección contraria al encierro, salen un montón de humanos, todos vestidos de blanco con el fajín y el pañuelo rojos. A pocos metros de ellos los infectados. Las personas comienzan a tropezar unos con otros y los infectados aún a paso lento y descoordinado dan caza a los que están en el suelo. Una polvareda de humo comienza a poblarlo todo de abajo hacia arriba. El sonido de la metralla ahoga el de los gritos. Estremece aún más ver las caras desencajadas de la gente y la ausencia de grito. Munch lo sabía. Luego lo supimos todos los demás. Los cuerpos comienzan a caer. Infectados y no infectados. Una lluvia de gotas de sangre se mantiene constante y levitante a dos metros del suelo, tan pronto el esputo de uno cae el suelo el de otro se eleva sobre él.  Cada vez son más, el ejército tiene que retroceder. Algunos de ellos clavan la punta de su ametralladora a modo de bayoneta sobre los infectados que ya se les echan encima. Nadie en su sano juicio sería capaz de no morir matando. Un tanque viniendo desde atrás pasa por encima de los cadáveres de algunos de los soldados. Centra su cañón, primero arriba para, formando una elipse, acabar bajando y apuntar a la multitud. Suelta tres descargas consecutivas. El fuego ahora tapa el humo y conforme va desapareciendo éste, un silencio profundo tan sólo roto por el sonido de casquetes, chapas y cemento cayendo al suelo.

El corresponsal llora y sólo acierta a decir dios mía, lo dice muchas veces hasta que al final sólo llora.

            Cuando la imagen queda nítida sólo puede verse un montón de cadáveres, apilados como sacos de patatas en el mercado de abastos, también algunas hogueras remitiendo desperdigadas a pocos metros de distancia las unas de las otras. Y sobre todos ellos, dócil y casi pensativo un toro con 4 banderillas clavadas en su lomo. El animal relame las heridas de uno de los cadáveres y avanza con lentitud hasta que se detiene y se acuesta sobre el colchón de carne blanda y carbonizada que oculta cualquier resquicio de asfalto.

            Un soldado se acerca al toro, se saca la pistola y apunta entre los cuernos. Algo le llama la atención. Saliendo de la plaza un torero, Pepín Liria, hace gestos al soldado para que se detenga. Éste le obedece. En su mano lleva el estoque. Apunta a la nuca, cierra el ojo izquierdo e imprime toda su fuerza en su puño. El toro en un acto reflejo alza su cabeza y parte de su tronco para después caer abatido.




martes, 11 de octubre de 2011

Serie Z: Capítulo 6. Una manzana podrida debajo del árbol

Recojo una manzana del suelo. No se ve ningún manzano cerca, se le ha debido caer a algún humano. Quito los gusanos y los dejo sobre una roca. Con una piedra plana los machaco y luego me los como. Muerdo la fruta cuando aún hay restos de insectos entre mis dientes. Recuerdo haber leído alguna vez que los insectos son muy nutritivos y que, de incorporarlos a la dieta habitual del planeta, se habría erradicado el hambre del tercer mundo. Por supuesto que aquello no llegó a ninguna parte. Podíamos hacer eso o una transferencia al año a Médicos sin Fronteras. Elegíamos la segunda opción. Nos importaba una mierda toda aquella gente muriéndose en África o en Bangladesh, pero dábamos ese dinero y luego lo comentábamos durante una cena en algún restaurante del paseo marítimo, lo decías nada más sentarte, por si luego se te olvidaba, entonces veías tantas copas delante de ti que no sabías cuál correspondía a cada bebida, esperabas a ver cómo actuaba alguno de los otros y hacías lo mismo y conseguías salir del apuro con el mismo alivio que debe sentir un secuestrado cuando ve que quien entra es un policía y no el terrorista que le lleva agua y pan cada mañana. Después de cada trago aprobábamos el vino y hasta nos permitíamos recomendar uno mejor. Y una vez todo en su sitio, volvías a sacar el tema. También recomendabas ONGs, sacabas la Blackberry y le enviabas el enlace al tipo que tenías delante. Creías impresionar a la mujer de otro y, al mezclarse con la tercera copa de vino, lo encontrabas excitante.

            Ahora que no puedo salvar a nadie y que lo único que consigo es alargar unos días más la vida de alguien que no quiere morir pero que tampoco le importaría, como gusanos y escarabajos, cucarachas y cualquier cosa que se me ponga delante.

            Y lo peor es buscar los remordimientos y no encontrarlos. Deben estar, pero lleva demasiado tiempo encontrarlos. No hay tiempo para casi nada, sólo para correr. Yo hacia el norte, habrá alguien que corra hacia algún lugar que constituya la consecución de un plan, supongo que el avanzará con más ganas, pero los dos correremos las misma suerte y suerte hay mucha, pero casi toda la que queda es de la mala.

            Sigo por el bosque, camino decidido pero sin correr, no hay prisa, la he ido perdiendo con el paso de los días y las noches, y las malas noticias que bien mirado podría ser la medida oficial de tiempo, la más exacta, la única con cierto valor. No hay donde llegar ni nadie que me espere. Esta clase de pensamientos son sentido del humor. Mi sentido del humor actual, el único y por tanto de un valor incalculable. A veces me río solo con estas cosas. 

Varias moscas me revolotean, primero son unas pocas y después son más. Algunas se me meten en la boca. Pocos metros después descubro el porqué. El cuerpo desnudo de la chica está debajo de un árbol, una imagen muy bucólica y hasta erótica si no fuera porque está muerta y despedazada, es como un esqueleto que sangra por sus huesos, no le queda casi nada de carne y tan sólo la cara le queda más o menos como sería antes a pesar de que le faltan los dos ojos. Es rubia y debió ser bonita. Si hubieran sido los infectados ya no estaría aquí, ya se habría despertado con la celeridad suficiente como para no ser comida del todo. Y además ninguno de ellos le arrancaría los ojos. A ellos no les importa que puedan verles comportándose como bestias salvajes. Debe ser la chica que gritó anoche. Los gritos con los que entré en la duermevela hasta caer en un sueño bastante profundo. Cuando me he despertado aún creía estar oyéndolos y se mezclaban con el trino de algunos pájaros nómadas. Es la histeria del bosque que ahora grita más alto que el planeta entero.

            Es mejor que me vaya, no deben andar lejos. 




 CABEZÓN QUE SOY CONTINÚA LA SEMANA QUE VIENE

(la pilarica es un zombie más)

martes, 4 de octubre de 2011

Serie ZOMBIE: Capítulo 5. Histeria

Me despierta la lluvia y la histeria natural del bosque. Nada es agradable, pero sigo vivo y aquí no hay que darle demasiada importancia a los detalles. El sonido del bosque puede llegar a volver loco a una persona, tienes que acostumbrarte, a eso y a todo lo demás, pero han cambiado tantas cosas que al final lo difícil es seguir haciendo algo como lo hacías antes. A veces cambian tan rápido que no te da tiempo a darte cuenta. Igual una semana o un mes entero comes muchos conejos, algunos que cazas, otros que te encuentras ya muertos, y luego ya no encuentras ninguno. Nunca más. Cada vez hay menos animales a pesar de que también cada vez hay menos humanos. Quizá estén muriendo por otra causa, pero entonces, ¿por qué desaparecen? 

            Aparto el manto de hojas y arbustos que, además del frío, me protege de los ojos de los demás. Pesa como rocas rellenas de otras rocas. Me pica todo el cuerpo, me rasco hasta que la piel se me vuelve de un color rojo intenso. No es que me deje de picar cuando me detengo, es que me da miedo herirme. Miro el brazo como si con ello pudiera detenerlo, pero sigue picando.

Una vez recompuesto agradezco la lluvia que cae fina y refresca estos días de calor que acechan desde la última semana. Estamos a mediados de noviembre y los rayos de sol caen como miel. Hace dos semanas nevó, ¿Qué coño tendrá que ver la epidemia con todo esto? El calentamiento global será el que acabará con la raza humana, decían, y algunos cambiamos el desodorante de spray por el de roll-on y con eso nos sentimos bien. Reciclábamos religiosamente y ahora parece una estupidez recordarte haciéndolo, casi de la misma forma que uno se recuerda de niño diciéndole a la niña bonita y delgada del pupitre de atrás que algún día os casaríais y tendríais hijos. Casi cualquier atisbo de recuerdo de humanidad me llena de vergüenza. Me siento ridículo al recordarme ayudando a cruzar la calle a una anciana, ahora si la viera lo primero que haría sería echar mano del hacha. Estaría alerta y, a la mínima duda, la blandiría contra ella.

Creíamos que el sol nos destruiría pero nadie se paró a pensar que eso exigía tiempo y una muerte lenta. Las cosas importantes acaban en un instante, ahora están y un segundo después ya no están. Hubiera sido muy patético que tantos años de existencia se fueran apagando lentamente.

Casi tan patético como mi mujer y yo nos dejamos de querer.
 
      Ya no estoy seguro de que sea el sonido del bosque el que me ha despertado. Parece otra cosa. Diría que es un jadeo. Luego vienen unos cuantos más. Aunque la razón me dicta lo contrario voy hacia el sonido. Los encuentro unos cien metros al sur. Ella tiene las manos apoyadas sobre una roca, lleva una camiseta negra de manga corta y los pantalones y las bragas a la altura de las rodillas. Él desde atrás empuja con mucho ímpetu, lleva una camiseta de Larry Bird y calcetines amarillos, tan histéricos como el mismo bosque. Pronto arremete con más rapidez. Ella en su mano tiene un cuchillo que levanta para que el hombre lo vea.  Él sigue hasta que se corre, sin sacarla de su interior. Espero entonces que ella lo mate, pero no lo hace. Tan sólo deja caer su cuerpo sobre la roca y se queda quieta, respirando fuerte, con él sobre su espalda, un reguero de saliva cae de su boca hasta reposar sobre la nuca blanca y despejada de la chica. 

            Ella no lo ha matado y es extraño. Lo he visto algunas veces, siempre es así, es casi un ritual, una tradición, ella sostiene un arma para recordarle en todo momento que él tiene que correrse fuera y, si no lo hace, la utiliza contra sus huevos o su cara, depende de lo sádica que sea. 

No nacerán más niños mientras dure la epidemia, nunca más habrá un parto. No quieren quedarse embarazadas porque saben que, de caer, morirán pronto. Una mujer sola en esas circunstancias no puede sobrevivir, no encontrará los alimentos suficientes y ni siquiera podrá avanzar lo bastante como para que los infectados no le den caza. En caso de ir en grupo será abandonada, nadie quiere la compañía de un lastre así, y entonces otra vez lo mismo, serán presas fáciles de la vida, con o sin epidemia, en un mundo en el que sólo hay carreteras y bosques, ríos podridos y animales salvajes. Y humanos asustados que llevan muchos meses sin sexo. Y en definitiva algo muy parecido al fin del mundo.

            A su alrededor sólo hay unos pantalones vaqueros y unas botas. Una ardilla muerta y un par de botellas de agua medio vacías. El ver la ardilla me hace salivar la boca, pero es demasiado arriesgado intentar robarla. Retrocedo lentamente con cuidado de no pisar una rama seca que me delate. Desando mi camino y me sigo dirigiendo al norte.






HUELGA DECIR QUE CONTINUARÁ LA SEMANA QUE VIENE

¿Cuántos sois? o mejor... ¿cuántos quedáis?