martes, 29 de noviembre de 2011

Serie Z: Capítulo 11. Horror en el hipermercado


No me habla. Desde lo de antes. 

            Lo de antes me da vergüenza contarlo. Ahora le hablo del tiempo, de algunos recuerdos triviales que cualquier persona viva en el siglo XXI podría recordar. Ella guarda silencio pero camina a mi lado, o más bien detrás, a escasos pasos de mí. No es más lenta ni me quiere despreciar, tan sólo sabe que la espalda del enemigo es mejor mirarla de frente. 

            Aquí no hay amigos ni aliados, si alguien te salva la vida es posible que sea para poder quitártela después. Se aprende rápido esto. Quién tarda demasiado muere. Morir a manos de un no infectado es como tener cáncer y que te atropelle un camión. Está el alivio, pero también la sensación de estupidez.
            Los muertos no sienten, ni tienen que sobrevivir; y casi nadie se ríe de ellos. Tres ventajas. Tres a cero. Resultado justo.

            Seguimos el camino, esa mini te sienta como el cielo, le digo, sin mirarla, para que no me delaten los ojos. Para que sonría más que para que me odie un poco más.

            Es una frase ridícula, me arrepiento nada más decirla. No tengo 15 años, y aunque ella sobrepasa de poco esa edad sentirá vergüenza ajena de sólo escucharla. Ya no hay adolescentes ni casi jóvenes. O eres niño o estás viejo. Si esto es para siempre ya no habrá otra canción pop. Y el mundo ya está demasiado triste como para hacerlo insoportable del todo.

            Me giro después de decirlo para ver su reacción, ahora ya está hecho, es como dar un beso inesperado a una mujer casada, de nada vale apartarse y una bofetada no duele tanto. Sonríe, o ha sonreído, la sombra de la sonrisa es perezosa y siempre se queda en los sitios un buen rato después. Después de la fiesta siempre hay algo que recoger y no siempre va a la basura. Está sola. Lleva mucho tiempo sola. Y cualquier compañía es buena. 

            Yo sé quién es. Pero no se lo quiero recordar. No ahora. Quizá más tarde. Porque sabiendo quien es tengo muchas preguntas que hacerle sobre el momento que la conocí, o mejor, la vi. Y esa camiseta de los Celtics que le viene como 3 tallas grande ella no sabe que la he visto antes.

            Le digo que pararemos a comer. Ella responde con el silencio. Otra vez. Pero se detiene y mira ambos lados, como si pudiera elegir o su opinión fuera a ser tomada en cuenta. Aún no hemos hablado de las normas. Aún no hemos hablado de nada y en verdad la siento cercana. Alguien que ha estado siempre. Me pregunto si cuando los de Gran Hermano decían que en la casa todo se magnifica se referían a esto. Entre la muerte más sangrienta y putrefacta todo se magnifica, esa sería mi frase, y Mercedes Milá gritaría algo y yo me encendería un cigarro y le echaría el humo en la cara. Si se ha infectado que se cruce conmigo. Sólo pido eso, y después podría morir en paz.

            Me adentro en el bosque, ella se detiene cuando le digo que espere. Exploro la zona. La ausencia de peligro en el presente no sirve de nada pero es necesaria para adentrarse en el futuro. Como encender la luz al escuchar un sonido extraño en cualquier otra habitación. Los fantasmas existen pero esta noche están en otra casa. Todo en regla. Nos detendremos aquí.

            Ella no dice nada pero se sorprende de que no encienda el fuego. Yo me sorprendo de que sorpreniéndose de eso siga viva. Quizá podría vivir mejor de lo que vivo.

            Comemos unas frutas que he recogido. También unas setas crudas. Todas de colores muertos y feos. Las de colores brillantes y luminosos me recuerdan a la muerte y a algún que otro vestido de mi mujer.

            Ella come mirando al suelo, sentada sobre sus propias piernas. Yo me rompería las rodillas con sólo intentarlo, bromeo sobre eso pero nada.

            -Oye, siento lo de antes.

            -…

            -No quería besarte, menos aún de esa manera, no sé qué me pasó, llevo mucho tiempo solo, quizá desde mucho antes de la epidemia, si tiro 4 ó 5 imágenes de mi vida al aire seguro que la primera que recojo me presenta solo, y lo que es peor, con alguien a mi lado –ahora es fácil contar algo así, a ninguno de mis mejores amigos les llegué a decir nada parecido. Mi mujer y yo éramos la pareja perfecta. La vida no era bonita pero era fácil y entonces todos pensaban que éramos felices. Es una ecuación de primer grado. Mi hija sabía resolverlas.

            Ella no dice nada. Yo me callo por fin.

            -Si no fuera porque odio los refranes te diría que mejor solo que mal acompañado –me dice al fin. Su voz es bonita y suave, pero no infantil, como cacao en polvo esparcido sobre un pastel de chocolate.

            -Ese refrán es muy cierto cuando nace en la cabeza, pero se va volviendo insoportable conforme se despeña hacia el corazón.

            -¿Eres poeta o algo?

            -No, no soy nada, pero la vida actual no parece muy real, algo bueno tendría que tener.

            Eso parece hacerle gracia, sus dientes parecen sepias diminutas a punto de morir. Brillan. Brillan aquí y ahora, son respecto a este mundo como una luciérnaga dando vueltas alrededor de un cadáver.

            Compartimos algo de comida. Yo me quedo con hambre y ella parece quedarse satisfecha. Me pregunta la edad, le miento aunque no como para considerárseme un sinvergüenza. Yo no le pregunto la suya y ella no hace nada por decírmela. Ya no hay leyes ni juzgados, pero algún día fui padre.

            -Cuando los tuve cerca ya fue demasiado tarde –dice de pronto, mientras mastica algo que le da bastante asco –me quedé mirando mientras mi madre gritaba que corriera. Estábamos en el supermercado y las noticias decían que la plaga se acercaba pero que aún tardaría al menos una semana en llegar. No sé por qué no nos fuímos antes, quizá por no reconocer que todo se había acabado. Estábamos en la parte de las verduras, recuerdo que mi madre sopesaba dos sandías y me preguntaba cúal me parecía mejor. Mi padre apareció por el fondo del pasillo, con el brazo sangrando, nos dijo que escáparmos pero no lo hicimos, mi madre se abalanzó sobre él, lo abrazó y lo sostuvo contra ella. Ellos que siempre se estaban peleando. Poco después ella salió despedida hacia atrás y mi padre se le echó encima y comenzó a morderla, gritaba de tan adentro que se escuchaba mientras la desgarraba con sus dientes. Gritaban así los dos. Y yo lloraba. Ella comenzó a decir que saliera corriendo y por más que sólo pensaba en escapar no me movía de la puta baldosa que pisaba, viendo cómo la mataba o como quiera que se llame lo que te hacen yo me quedaba inmóvil, estática, con la boca abierta y un grito lanzándose con fuerza contra mi garganta tapiada. Y en verdad me quedaba quieta porque creía que era eso lo que tenía que hacer, que tenía que ayudarla pero tenía mucho miedo, demasiado miedo, y había oído tantas veces que cuando uno pierde lo que más quiere no piensa en sí mismo que me sentía sucia y casi una hija de puta y la verdad que me sigo sintiendo así. Y ahora vivo con eso y aún así me despierto cada día pensando cuál será la mejor forma de seguir viva cuando vuelva a dormirme. Luego me duermo y lo sueño y otro día llega y el sol no parece que se dé cuenta de nada y así se hace todo mucho más difícil.

            Quiere llorar pero no le doy pie, ni le tiendo una mano. Nunca supe comportarme en estos casos y por lo tanto sí sabía lo que es la soledad más absoluta y también ver cómo tu hija siempre abraza y besa a los demás pero frente a ti guarda un par de metros y te da los buenos días y luego espera para al final sólo recibir una frase similar y la frase termina y después no hay nada más y entonces corre hasta donde está su madre para poder creer que el día va a ser bueno de verdad.

            -Toma, es la última seta.

            -No, cómetela tú.

            -No tengo más hambre –le digo, y ella la coge y se la come y ya no me sorprendo de que no alcance a ver que ése es el abrazo más grande que he dado en mi vida.

            -¿Sabes? Aún siendo una pesadilla soñar con lo de mis padres, siempre me sale una especie de sonrisa muda cuando los imagino allí abrazados, porque ellos siempre estaban gritándose y fue la única vez que los vi queriéndose de verdad.

            Otro abrazo que se esfuma aprovechando la oscuridad de la noche.




SIENTO NO HABER COLGADO EL CAPÍTULO LA SEMANA PASADA...

...NO VOLVERÁ A PASAR 

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Serie Z: Capítulo 10. Aquí abajo se hospeda el puto infierno


Corro, como si me fuera la vida, como si huyera en vez de sólo ir. Llevo el hacha en la mano. Ellos son 4 y acaban de entrar dentro. Si le han dado caza ya le faltará medio cuerpo. Los mataré igual. La mataré a ella también. Corro y grito y también miro al cielo. Es de color morado, el color del miedo. Para matar es necesario temer, también para querer y más para ser querido. No deja de tener gracia pensar en el amor cuando te mueves para destruir cuando antes pensaba en destrucción cuando le hablaba a mi mujer de amor. Pero quien llevaba el hacha era ella. Y el infectado era yo.

            Los pies me piden detenerme justo en frente de la puerta, pero no les hago caso. Sé que si me paro ya no entraré y sé también que eso sería darle la razón a la mente; y quizás un poco también a mi mujer.

            Ya dentro siento el calor y el humo como una sola cosa azotándome como si fueran bates de baseball. Viene a ráfagas, me sacude y luego vuelta a empezar. Me agacho. Se oyen gritos. Gargantas que se desgarran como si sólo pretendieran partir algo en dos. Ella sólo escuchará eso y son tan salvajes que ni siquiera sentirá cómo se le quema el brazo que tiene apoyado contra una pared caliente. Estará temblando y sentirá en su pecho como el corazón le da puñetazos contra las costillas. Déjalo salir y muere aquí, porque no sabes que estoy y no vale la pena sufrir. 

No la oigo. Podría estar ya muerta. La tele sigue encendida. El sofá ha prendido y su funda de skay se está derritiendo. La madera cruje y se abate un mueble antiguo, al caer al suelo me da un vuelco el cuerpo, no debería disfrazarse de héroe quien se estremece por el estrépito de un sonido inesperado. O sí. Teme y entonces mata. Y deja que la naturaleza muerta sea quien llega a asustarte. Del miedo nos reímos cuando pasa. El miedo no es más que una persona que sale con pijama a la calle. 

Hablarse va bien, pero no quiero que me oigan. No podrían igual. Ellos no dejan de gritar como gritarán las almas que arden eternamente en el infierno. El grito del cielo es el del aburrimiento. Hay alguna muerte con castigo previo pero ninguna sin castigo posterior. Sale uno de ellos de lo que recuerdo que era el cuarto de baño, viene hacia mí, con un brazo colgando y el otro formando hondas sobre su cabeza, con el hacha rebaño el brazo, el resto de su cuerpo choca contra mí y los dos caemos al suelo. Sigue moviéndose como una cola de lagartija. El piso está caliente, me quemo las manos pero no por ello dejo de agarrar fuerte el hacha. Nadie se abandona al precipicio por más que las fuerzas ya no existan, si lo hace es por falta de fe. Yo no tengo esperanza en nada de lo que queda por vivir pero sí en lo que puedo matar. Me levanto antes que él, blando el arma y le alcanzo en el estómago, lo dejo aturdido pero sigue vivo. Trato de sacarle el hacha pero no puedo así que le cojo la cabeza y se la destrozo contra el suelo, el sonido no es más fuerte que el de dos nueces que partes con la misma mano. Desprendo la hoja de su estómago, le doy la vuelta y con la parte de atrás del filo le machaco lo que le queda de cabeza. Es como partir un melón y luego tratar de hacer zumo, sigo hasta que los últimos 3 golpes suenan a madera contra madera, de hecho estoy golpeando el suelo, y sólo el salpicar de alguna gota de sangre recuerda que ahí hubo una cabeza. Respiro. Me siento nuevo. Podría marcharme de aquí ahora porque ya estoy vacío, pero eso me llenaría la cabeza, y lo que pesa es lento. Faltan dos y falta ella. Y el fuego crece y por momentos parece lleno de rabia.

            Me pesa el hacha, cualquier arma la sostiene la furia, sin ella podría llevársela el viento y esconderse tras una nube cualquiera. También me pesa la ropa y las ganas de vivir. Si dejo de apretar los dientes por un segundo creo que podría levitar. Me siento liberado hasta que los gritos me recuerdan dónde estoy ahora y dónde tengo que seguir vivendo, cada día. Y cada día más. 

            Gritan y golpean las paredes y también metal y madera. Pueden ser sus manos o sus cabezas. Ella habrá pensado en su muerte diez veces y en la vida de la gente que quiso unas cien. Tengo que correr. Se escucha arriba. Subo los peldaños de dos en dos, uno de ellos aparece al final de la escalera, corre hacia mí. Cuando lo tengo un par de escalones de distancia lo atrapo del brazo y lo lanzo hacia abajo, cae al final de la escalera, corro hacia él, salto y caigo con todo mi peso contra su estómago. Siento cómo revienta bajo mis pies. Lo escucho como si no escuchara nada más. El silencio no es la ausencia de sonido, sino la soledad absoluta de uno ellos. Pongo mi bota sobre su cuello y presiono hasta que parece que sólo con eso voy a separarle la cabeza del cuerpo, le escupo en la cara, ya está muerto, doy un salto hacia arriba y vuelvo a caer sobre su tripa. Con la culata le golpeo el pecho tres veces, la última se lo perfora. La sangre que se queda pegada parece verde. No será ese su color, pero olerá igual de mal. 

            En cualquier momento la casa puede venirse abajo. El calor ya es insoportable. Podría estar ardiendo mi espalda y no lo notaría. Toso varias veces, me vienen arcadas pero sólo vomito humo. Tengo que darme prisa. Casi sin darme cuenta estoy arriba. Antes ni siquiera subí aquí. La rabia le delata, está en la habitación del fondo. Voy a paso lento. Aquí aún no ha llegado el fuego y a pesar de ello un fuerte resplandor viene de allí. Ralentizo el paso, me siento Clint Eastwood en algún Spagetthi Western en el que sólo él, y quizá Lee Van Cliff, sobrevivirá. Está en el suelo. Está en llamas. Se retuerce, siente el dolor, la humanidad es como una mancha difícil que nunca se va del todo, y si lo hace, arrastra al resto de color a la muerte. Siento pena por él, la siento y la siento fuerte. Me recuerda a cuando vi a Gadafi morir. Y el odio que sentí por los que no eran capaces de sentir lo mismo que yo sentía al verlo. Levanto el hacha, me duele hacerlo, ¿eutanasia o asesinato? Siempre fui de fuertes convicciones. 

El hacha se ha clavado tanto en el suelo de madera que no hay manera de sacarla, la remuevo como quien prepara un potaje para 300 personas. Al final sale. La apoyo en el hombro y voy a buscarla, como quien al llegar de trabajar indaga en silencio las habitaciones de su casa en busca de su hija. Porque hay una edad a la que jugar al escondite parece algo divertido y casi misterioso. Y es a esa edad cuando el tiempo se debería detener y la única pena la produciría el ver a otros para los que ya sería tarde.

Está en el baño. Ha echado el cerrojo. Podría decirle que abra, pero prefiero derribar la puerta con el hacha. Si recordara lo que dice Nicholson en El Resplandor bromearía con ello, pero nunca tuve buena memoria para los detalles. El sonido del partirse de la madera no es suficiente para ocultar el de su terror. 

-Soy humano, y estoy bastante sano.

Duda un buen rato.

-Aquí hace bastante calor, y abajo se hospeda el puto infierno –le doy 3 hachazos más y la activo. La puerta se abre y se queda frente a mí. Parece querer decir algo. Será gracias o quién sabe qué. La cojo de la mano y tiro de ella. No pesa más que una bolsa de Mercadona de dos céntimos llena.

La tapo con mi chaqueta y pasamos entre el fuego. Siento como la piel me cruje hasta partirse y supurar. No lo veo pero es un jugo blanco y con burbujas. Duele. Sigo vivo. He ganado.





CONTINUARÁ, CLARO....

martes, 8 de noviembre de 2011

Serie Z: Capítulo 9. ¿A qué huelen los recuerdos? A tabaco y Roundup Ultravax, imbécil

Desde el bosque veo la casa arder. La destrucción es atrayente y nos convierte en una fábrica de coartadas para no sentirnos despreciables. El final de muchas cosas vulgares es el principio de otras extremadamente bellas.

            Puedes quemar todas las casas del mundo pero lo que de verdad quieres destruir siempre quedará intacto. Porque el mundo está lleno de océanos y tu memoria es tan solo uno más de ellos. Pero una vez comprendes esto aprendes a disfrutar de las cosas simples y algo como prenderle fuego a lo que algún día fue el hogar de una familia que ahora con suerte estara muerta o tal vez comiéndose unos a otros, se convierte en algo excepcional. Podría pasarme horas contemplándolo. Podría quedarme eternamente si algo así me diera de comer o al menos me ofreciera una muerte sin dolor.

            Sería mejor si conociera a esa familia. Es fácil ser un eslabón más de la miseria colectiva. Al menos no tienes que pensar ni esperar nada.

            Si hay algún infectado cerca correrá hacia el fuego. Es algo que tengo en cuenta. Y hasta casi diría que hace mejor el espectaculo. Más intenso. Hay algo que los atrae hacia él. Los he visto entrar dentro de las llamas y no salir de allí hasta consumirse. 

            Y eso es algo que vi hace mucho tiempo porque tuve amigos que hicieron algo parecido en el corazón de una mujer. 

            Yo mismo me vi en esas llamas. Y ahora le echo la culpa a la epidemia. Los dos abandonamos la casa el mismo día. Yo le pregunté qué pensaba llevarse en el equipaje. Recuerdo que llegué a decirle que podía coger algo que no fuera imprescindible pero que necesitara llevar consigo a pesar de que pensaba para mis adentros que era una mala idea. Al cruzarnos en el pasillo rocé con las yemas de mis dedos la palma sudorosa de su mano y me transmitió una ligera descarga eléctrica.

            -Cualquier cosa menos a ti.

            Eso respondió y si bien me causó dolor, no me sorprendió.

            -¿Me culpas por lo de la niña? –le pregunté.

      -¿Crees que ella te culparía a ti? –respondió ella. Siempre pensé que respondía a mis preguntas con otra pregunta porque era algo que yo detestaba. Entonces supe que respondía de cualquier forma que me pudiera hacer daño.

            Él estaba esperándola en la puerta, dentro de un Seat Ibiza blanco. Yo salí primero, me acerqué al tipo, no lo había visto nunca. Tenía barba y parecía fuerte. Le hice señas para que bajara la ventanilla y le deseé suerte. Se la deseé y pensaba en ella y no en la epidemia. Quizás debí explicarme más porque él tan sólo me dio las gracias. Yendo calle arriba me preguntaba cuánto tiempo hacía que se conocían. Pensé en si tan sólo era alguien con el que ella creía que sería más fácil sobrevivir o si era su amante. Los imaginé haciendo el amor. Me cargué de odio. Cualquier batalla precisa de un equipaje similar para que alguien apueste por tu victoria. 

            Su coche olía a tabaco y a pulverizador de cítricos. Era un olor fuerte y a eso huelen ahora mis recuerdos. 

            Salí del pueblo para no volver. Tan sólo llevé conmigo una iglesia y una bolsa en la que yo no estaba. 

            El resto de dudas siempre estuvieron. Ellas son lo que hace que la sombra de cualquier persona siempre parezca asustada.

            La casa arde y notó un indescriptible placer. No demasiado grande en realidad, pero sí extraño e inhumano. Guardo cierta distancia pero el calor me golpea en la cara, como azotes de viento en el desierto. El infierno es algo así, ¿verdad?

            El infierno es todo lo que ves. El infierno es a imagen y semejanza del hombre y en el camino ya casi no se parece a Dios. Vayamos allí pues. Dios no existe pero no por ello deja de ser un hijo de puta.

            No puedes ir a donde ya estás. Confórmate en sobrevivir.

            Una respiración fuerte. No sé de dónde viene ni mucho menos a dónde va. Espero que lejos de mí. Jadea tan fuerte como si respirara el propio planeta y, como éste, también agoniza. Un grito. Otro después, para ya luego un solo aullido  único, interminable y ensordecedor. Luego el retumbar de los pies percutiendo contra el suelo, como tambores de guerra. Es lógico, cualquier batalla comienza allá donde no llega la vista, pero si te quedas quieto el tiempo suficiente acaba por alcanzarte. Y alguien huye antes de perderla. Es una chica. Es menuda y delgada. Lleva el pelo corto y una camiseta de tirantes verde. Detrás de ella cinco infectados, corren como poseídos. Como lo que son. Al principio no corrían, era como si no estuvieran acostumbrados a su cuerpo, como alguien que se compra unos zapatos de dos tallas menos tan sólo por el placer de la estética. A veces daba risa verlos, una risa nerviosa y casi histérica, pero risa al fin y al cabo, algo de lo que ya nadie va sobrado. Eran lentos y salvajes. Ha pasado el tiempo y no han perdido nada, y además son rápidos. 

            Acelera las cosas lentas y tendrás el primer paso del pánico.

Le van a dar caza. Ella lo sabe y por ello se mete dentro de la casa en llamas. Ellos van detrás. Corren pero siguen siendo la mar de imbéciles. 

¿Hay alguien más estúpido que el que sigue al estúpido?

Allá voy, correr hacia el fuego es liberador. ¿O el fuego es sólo un contexto y lo que de verdad importa es la muerte?




TENDRÉ QUE VOLVER. 
DISCULPAS POR EL RETRASO DE ESTA SEMANA ANTERIOR.

si alguien quiere enterarse de cuando actualizo que me agregue al facebook, allí lo anuncio.