miércoles, 11 de enero de 2012

Serie Z: Capítulo 13. Ese olor a mujer del medievo

    Doy un hachazo fuerte en el pecho de la paloma. Meto la mano en su interior y extraigo el estómago y los intestinos y los tiro a un lado, luego arranco las plumas y la despellejo. Entera. Hago un agujero en el suelo y meto su cabeza. No me gusta cómo me mira. He visto a gente haciendo fuego, pero a mí me da miedo y si he llegado hasta aquí es tan sólo por aceptar que soy un cobarde. Es más difícil eso que simplemente serlo. Eso es algo que aprendí mucho antes de la epidemia. Ya en la escuela. También era un chivato, un chivato de mierda. Cuando eres un cobarde y te conviertes en un chivato estás un tiempo que te pegan mucho más que antes, pero dura poco, al final aprenden que es mejor sólo odiarte. Quizá darte algo de miedo pero nunc te tocan. Por entonces pensaba que el dolor físico es la peor condena y entonces mi vida pasó a ser bastante mejor. Se necesita muy poco para que algo sea mejor que nada. Ni siquiera sacaba buenas notas. Era un especimen raro, era callado, triste, solitario, llevaba gafas, no sabía jugar a futbol y era un blando. Me llevaba todas las ostias y encima pensaba que nunca haría nada en la vida. Que nunca llegaría ese momento en que los miraría desde arriba. El momento de mi venganza. Pensaba eso de niño y la verdad es que pensaba demasiado. Pensaba en lo que sería mi vida de adulto sin caer en la cuenta que el único espejo en el que comparar era la vida de mis padres y así era muy difícil sonreírle al futuro. Pasé entonces a creer en el destino, más por comodidad que por otra cosa y el destino, si es que existe, es esto.

    A veces pienso que mi venganza es todo esto y que yo siga vivo. Otras veces, la mayoría, pienso que ellos siguen riéndose de mí, muertos o infectados, estén cómo estén, se reirán de mí y de mi supervivencia.

     Creo que perdí las instrucciones del juego justo en el punto donde explicaba cómo se gana y desde entonces estoy convencido que todos pierden. Como si el final del juego de la oca fuera un pozo sin fondo, donde caes caes y todo el rato tienes miedo a tocar el suelo y darte la gran ostia, pero nunca llega y ni siquiera, por mucho tiempo que pase, te mueres de hambre.

          Ahora la tengo a ella. Si es que esto es tenerla. Ni siquiera sé dónde está. Me había dicho que se iba a mear y tarda demasiado. Sólo tengo ganas de buscarla. Pero no lo hago. La contención es la única posibilidad. Quizá esté cagando. Andamos todos estreñidos. No recuerdo la última vez que lo hice, pero sí que la meirda cayó como piedras y que me sangró el culo. Será una vena que se ha partido, pensé, aunque también que tal vez era una infección. Una infección intestinal cualquiera que no es La infección. Sobreviviré. Me limpié el culo con unas ramas y seguí. Puede que haga dos semanas. Quizá tres.

    Con un poco de agua limpio la sangre. Los restos de humanidad que me quedan se muestran en los detalles. Y me ayudan a seguir con cierta convicción. Estoy a punto de vomitar tres veces cuando muerdo el muslo, pero consigo retener el jugo justo a la altura de la garganta. Los pedazos de carne a medio masticar regolfan y vuelven hacia mi boca casi enteros. Engullo de nuevo y los trago. Carne muerta y un jugo amargo, he comido mejor en peores lugares que éste.

    La carne no está mala. Ella puede comerla.

    No vuelve.

    ¿Y si no vuelve?

    La olvidaré en pocos días.

    ¿Y dónde está el problema ahí?

    En que no lo elijo, ni mucho menos es lo que quiero. Tengo demasiado que olvidar como para perder el tiempo con cosas como ésta. Ella no es una cosa, ella habla y mira. Y en sus ojos a veces hay algo parecido a un futuro.

    Si uno entra en sus ojos, de repente está lejos. Lejos es una buena palabra en estos tiempos, y sin duda, la mejor promesa que uno puede hacer.

    Ella no es la primera que ha llegado a mi vida en este tiempo. Tampoco ha habido muchas, y sólo una duró más de dos días. Las otras murieron o las dejé durmiendo. O eché a correr dejando atrás su vida y quizá alguna amenaza de la que me salvará la epidemia.
   
    Fueron dos días los que estuve con Andrea. Era rubia y con las tetas grandes. Sólo había leído tres libros en su vida y tenía un tic en el ojo derecho que la hacía más bonita aún. A veces me pregunto si han muerto todas las feas. Puede que una palabra pronunciada sea lo único que necesita la belleza para emerger en tiempo de guerra.

    Iba por la carretera y el sonido de una camioneta se me echó encima como una ola que te golpea en la espalda en medio de un mar en calma. Traté de correr pero los pies se me volvieron pesados y no pude. Notaba como si mis rodillas fueran de goma. Era la primera vez que no respondía al miedo con velocidad. Al final me detuve y dejé que me alcanzara. Esperando el tiro en cualquier momento, esperando el descanso, por fin, pero no llegó. El sol se reflejaba en la luna delantera y no me permitía ver el interior de la cabina. Pensé que si no me había disparado aún es porque no tenía arma alguna, así que puse mi mano en la empuñadura del hacha y tensé el brazo, conforme saliera se la clavaría en la clavícula. Unos segundos después escuché el sonido de la puerta al abrise aunque se mantenía cerrada. Tiene miedo, pensé, por lo menos tanto como tengo yo.

    No sé por qué esperaba que fuera un hombre. Ni tampoco por qué el miedo aumentó cuando vi que era una mujer. Y eso fue antes de verle la recortada. De hecho la escopeta no cambió nada. Me apuntó.

    -¿Quién eres? –me dijo.

    -¿Me estás preguntando si quiero matarte o no? –no quería intimidarla, sólo quería sacudirme el terror de encima.

    -No me importa lo que quieras hacerme, yo llevo la escopeta y tú sólo tienes un hacha.
    -Podría llevar una pistola en la mochila.

    -Si la llevaras estaría en tu mano, y de todas formas fallarías, estás temblando.

    -Tú también.

    -Yo tengo frío.

    -Hace un calor terrible.

    -¿Por qué no sueltas el hacha y yo bajo la escopeta?

    -Me parece justo.

    Luego nos presentamos, di un nombre falso, puede parecer una estupidez pero no lo era, no podía permitirme flaquear al escuchar mi nombre en boca de una mujer. Ella era bonita y su aliento amargo.

    Sin casi darme cuenta estaba subiendo a su camioneta. Olía a mujer sin lavar. A mujer del siglo XV. Un olor fuerte que me excita y repugna a partes iguales.

    -¿Cómo está ese pollo?

    -Crudo.

    -¿Cómo el peor de los inviernos?

    -Peor aún.

    -Perfecto, así es como me gusta a mí –y después de decirlo le da un mordisco a la pechuga, mastica y traga –umm delicioso –dice, y después me zarandea el pelo.

    No puedo evitar pensar que con esa mano se habrá limpiado después de hacer lo que haya estado haciendo. Vuelvo a un granero del Toledo Isabelino.













PERDÓN POR EL RETRASO, ¿ACASO SERÁ LA NAVIDAD?

LA SEMANA QUE VIENE MÁS

2 comentarios:

C* dijo...

seguimos esperando el siguiente capítulo...

impaciente dijo...

¿vas a seguir con el blog?