miércoles, 11 de enero de 2012

Serie Z: Capítulo 13. Ese olor a mujer del medievo

    Doy un hachazo fuerte en el pecho de la paloma. Meto la mano en su interior y extraigo el estómago y los intestinos y los tiro a un lado, luego arranco las plumas y la despellejo. Entera. Hago un agujero en el suelo y meto su cabeza. No me gusta cómo me mira. He visto a gente haciendo fuego, pero a mí me da miedo y si he llegado hasta aquí es tan sólo por aceptar que soy un cobarde. Es más difícil eso que simplemente serlo. Eso es algo que aprendí mucho antes de la epidemia. Ya en la escuela. También era un chivato, un chivato de mierda. Cuando eres un cobarde y te conviertes en un chivato estás un tiempo que te pegan mucho más que antes, pero dura poco, al final aprenden que es mejor sólo odiarte. Quizá darte algo de miedo pero nunc te tocan. Por entonces pensaba que el dolor físico es la peor condena y entonces mi vida pasó a ser bastante mejor. Se necesita muy poco para que algo sea mejor que nada. Ni siquiera sacaba buenas notas. Era un especimen raro, era callado, triste, solitario, llevaba gafas, no sabía jugar a futbol y era un blando. Me llevaba todas las ostias y encima pensaba que nunca haría nada en la vida. Que nunca llegaría ese momento en que los miraría desde arriba. El momento de mi venganza. Pensaba eso de niño y la verdad es que pensaba demasiado. Pensaba en lo que sería mi vida de adulto sin caer en la cuenta que el único espejo en el que comparar era la vida de mis padres y así era muy difícil sonreírle al futuro. Pasé entonces a creer en el destino, más por comodidad que por otra cosa y el destino, si es que existe, es esto.

    A veces pienso que mi venganza es todo esto y que yo siga vivo. Otras veces, la mayoría, pienso que ellos siguen riéndose de mí, muertos o infectados, estén cómo estén, se reirán de mí y de mi supervivencia.

     Creo que perdí las instrucciones del juego justo en el punto donde explicaba cómo se gana y desde entonces estoy convencido que todos pierden. Como si el final del juego de la oca fuera un pozo sin fondo, donde caes caes y todo el rato tienes miedo a tocar el suelo y darte la gran ostia, pero nunca llega y ni siquiera, por mucho tiempo que pase, te mueres de hambre.

          Ahora la tengo a ella. Si es que esto es tenerla. Ni siquiera sé dónde está. Me había dicho que se iba a mear y tarda demasiado. Sólo tengo ganas de buscarla. Pero no lo hago. La contención es la única posibilidad. Quizá esté cagando. Andamos todos estreñidos. No recuerdo la última vez que lo hice, pero sí que la meirda cayó como piedras y que me sangró el culo. Será una vena que se ha partido, pensé, aunque también que tal vez era una infección. Una infección intestinal cualquiera que no es La infección. Sobreviviré. Me limpié el culo con unas ramas y seguí. Puede que haga dos semanas. Quizá tres.

    Con un poco de agua limpio la sangre. Los restos de humanidad que me quedan se muestran en los detalles. Y me ayudan a seguir con cierta convicción. Estoy a punto de vomitar tres veces cuando muerdo el muslo, pero consigo retener el jugo justo a la altura de la garganta. Los pedazos de carne a medio masticar regolfan y vuelven hacia mi boca casi enteros. Engullo de nuevo y los trago. Carne muerta y un jugo amargo, he comido mejor en peores lugares que éste.

    La carne no está mala. Ella puede comerla.

    No vuelve.

    ¿Y si no vuelve?

    La olvidaré en pocos días.

    ¿Y dónde está el problema ahí?

    En que no lo elijo, ni mucho menos es lo que quiero. Tengo demasiado que olvidar como para perder el tiempo con cosas como ésta. Ella no es una cosa, ella habla y mira. Y en sus ojos a veces hay algo parecido a un futuro.

    Si uno entra en sus ojos, de repente está lejos. Lejos es una buena palabra en estos tiempos, y sin duda, la mejor promesa que uno puede hacer.

    Ella no es la primera que ha llegado a mi vida en este tiempo. Tampoco ha habido muchas, y sólo una duró más de dos días. Las otras murieron o las dejé durmiendo. O eché a correr dejando atrás su vida y quizá alguna amenaza de la que me salvará la epidemia.
   
    Fueron dos días los que estuve con Andrea. Era rubia y con las tetas grandes. Sólo había leído tres libros en su vida y tenía un tic en el ojo derecho que la hacía más bonita aún. A veces me pregunto si han muerto todas las feas. Puede que una palabra pronunciada sea lo único que necesita la belleza para emerger en tiempo de guerra.

    Iba por la carretera y el sonido de una camioneta se me echó encima como una ola que te golpea en la espalda en medio de un mar en calma. Traté de correr pero los pies se me volvieron pesados y no pude. Notaba como si mis rodillas fueran de goma. Era la primera vez que no respondía al miedo con velocidad. Al final me detuve y dejé que me alcanzara. Esperando el tiro en cualquier momento, esperando el descanso, por fin, pero no llegó. El sol se reflejaba en la luna delantera y no me permitía ver el interior de la cabina. Pensé que si no me había disparado aún es porque no tenía arma alguna, así que puse mi mano en la empuñadura del hacha y tensé el brazo, conforme saliera se la clavaría en la clavícula. Unos segundos después escuché el sonido de la puerta al abrise aunque se mantenía cerrada. Tiene miedo, pensé, por lo menos tanto como tengo yo.

    No sé por qué esperaba que fuera un hombre. Ni tampoco por qué el miedo aumentó cuando vi que era una mujer. Y eso fue antes de verle la recortada. De hecho la escopeta no cambió nada. Me apuntó.

    -¿Quién eres? –me dijo.

    -¿Me estás preguntando si quiero matarte o no? –no quería intimidarla, sólo quería sacudirme el terror de encima.

    -No me importa lo que quieras hacerme, yo llevo la escopeta y tú sólo tienes un hacha.
    -Podría llevar una pistola en la mochila.

    -Si la llevaras estaría en tu mano, y de todas formas fallarías, estás temblando.

    -Tú también.

    -Yo tengo frío.

    -Hace un calor terrible.

    -¿Por qué no sueltas el hacha y yo bajo la escopeta?

    -Me parece justo.

    Luego nos presentamos, di un nombre falso, puede parecer una estupidez pero no lo era, no podía permitirme flaquear al escuchar mi nombre en boca de una mujer. Ella era bonita y su aliento amargo.

    Sin casi darme cuenta estaba subiendo a su camioneta. Olía a mujer sin lavar. A mujer del siglo XV. Un olor fuerte que me excita y repugna a partes iguales.

    -¿Cómo está ese pollo?

    -Crudo.

    -¿Cómo el peor de los inviernos?

    -Peor aún.

    -Perfecto, así es como me gusta a mí –y después de decirlo le da un mordisco a la pechuga, mastica y traga –umm delicioso –dice, y después me zarandea el pelo.

    No puedo evitar pensar que con esa mano se habrá limpiado después de hacer lo que haya estado haciendo. Vuelvo a un granero del Toledo Isabelino.













PERDÓN POR EL RETRASO, ¿ACASO SERÁ LA NAVIDAD?

LA SEMANA QUE VIENE MÁS

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Serie Z: Capítulo 12. Un baile de disfraces


A veces es necesario avanzar por la carretera. Hay que extremar la precaución porque es un lugar peligroso. En realidad todos los son. Pero el norte nunca es donde uno está quieto. Y yo voy allí, y sin razón alguna. 

            En la carretera hay bandas de no infectados que abordan a todo aquel que se les acerca. Los violan, los matan y les roban todo lo que tengan. Si tienen hambre también se los comen. Los niños de esta era, si perduran en el tiempo, verán algo normal el canibalismo. Y entonces, aún saliendo de la epidemia, la raza humana estará condenada al exterminio.

            Algunos se visten de piratas y blanden sables mientras corren a por sus víctimas, otros simplemente emulan los ropajes de Mad Max, la mayoría que quedan con vida no habían nacido cuando se estrenó la primera parte. Algunos ven más una oportunidad que una condena. Ya no quedan ancianos. Los abandonaron cuando las cosas se pusieron feas de verdad, cuando se convirtieron en un estorbo. Dejaron casi toda la ropa, alguna foto de alguien que perdieron y a sus padres y abuelos en alguna parte del camino. Y así marcharon sin peso alguno. Demasiadas veces uno depende de su velocidad y de todo aquello que puede permitirse perder en la huida. La carretera está llena de ellos, de viejos muertos, por inanición o simplemente suicidados, al principio no me fijaba, tan sólo apretaba los dientes y seguía adelante. Llegué a enterrar a unos cuantos de ellos hasta darme cuenta de que los infectados no comen muertos o de que simplemente no me importaba. Me he dado cuenta de que no importa un buen acto si lo haces veinte veces y todo sigue igual. Enterré a muchos ancianos abandonados y muertos pero me di cuenta de que no valía para nada. Ahora son los buitres los que lo agradecen. No sabía que por esta zona había buitres y ahora el cielo está infectado de ellos. Poco antes de la epidemia surgieron noticias de ataques de buitres a humanos vivos. Después de las vacas locas el número de carroña a su alcance menguó de forma alarmante y la necesidad les hizo armarse de valor y atacar a cosas que podían defenderse. Hay un montón de ancianos bordeando la carretera con un tajo en sus venas, en vertical, para que acabe antes, para no tener opción de arrepentirse. No hay rastro de cuchillos ni de nada que corte. Alguien pasó antes que yo. Siempre hay alguien que llega antes, el norte estará lleno de frío y de asesinos. Definitivamente en el infierno no hay fuego.

            La carretera cruza una llanura lo bastante grande como para poder visualizar a cualquiera que me quisiera atacar. Correré entonces, correré desesperadamente, iré soltando lastre, sólo conservaré la ropa que llevo puesta y el hacha. Lo último que tiraré será la botella de agua. Sé que en algún momento pensaré que no puedo seguir y aún así seguiré porque sé que ellos no se van a detener hasta darme caza. Conmigo podrán alimentar a 10 de los suyos durante una semana si me racionan bien. Con ella no les dará para lamer un hueso. Harán hambre con su sexo y después yo seré su cena.

Viéndome en un espejo no parezco apetecible ni para darme un maldito beso. Hay un espejo roto en la cuneta y caigo en el error d emirarme en e´l. luego la miro a ella, ella me mira a mí y me sonríe. Uno de los dos tenemos un problema de vista. Los dos de percepción. El mundo sigue teniendo color. Siempre me gustaron las letras tristes en melodías bailables. 

La última vez que me vi reflejado en un cristal me recordé a mi hermano Lucas. Él murió dos años antes de la epidemia. Hacía 10 años que tenía sida y cinco que casi no hablábamos. Él tenía muy buena relación con mi mujer y a mí me entraron malos pensamientos y estuve sin hacer el amor con ella durante unos cuantos meses. También me fui apartando de él, pero eso ya lo he dicho. Ellos seguían quedando y ella cuando volvía estaba un par de días sin mirarme. Yo pensaba que se hundía en la vergüenza, pero seguramente se avergonzaba de mí. Sobre ella recaían las sospechas, pero el criminal era yo. Así ha sido siempre. Hora permanecerá siemrpe la duda. La duda es un cáncer terminal, la cruel certeza es un brazo cercenado con un cutter. Elijan ustedes. Cuando murió me sentí culpable. Es algo que no sirve de nada y además duele. Y lo que es peor, es inevitable. A ella ni siquiera le pedí perdón. Estuvo una semana en cama. Llorando. Y ahora veo que tal vez lloraba más por mí que por él. Me pregunto si en cierto modo eso es amor. Nunca supo por qué estuve todo aquel tiempo sin casi tocarla. No importa, dejó de quererme mucho antes del día que yo decidí que sería el día oficial del fin de nuestro amor. Eso lo sé ahora y lo sabía entonces, pero ni lo reconocí ni jamás lo reconoceré. 

Con el hacha rebano el cuello de una gallina que corre loca por el centro de la carretera. Hay una granja cerca. Aquí no estoy a salvo. Ella se alegra y me abraza. Yo mantengo en mi memoria mi cara en el espejo. Abrazarme es como comer pescado podrido. Ella se agarra fuerte. Ya no le queda nada. Podría tumbarla y violarla aquí mismo. Puede que no se resistiera y entonces sólo la estaría follando. Como un salvaje. Puede que le pidiera que se resistiera un poco pero no diría nada cuando me preguntara por qué. A ratos me recuerda a mi mujer y a ratos a mi hija. Otras veces sólo es carne y yo nunca me comería a un humano. Debería echar a correr y dejarla atrás. Sólo me traerá problemas.

-Mi madre hacía el mejor pollo del mundo –es inevitable, en cinco segundos se pondrá triste. 

-Mi mujer me tiró a la cara una vez un pollo al horno entero.

Ella se queda en silencio. Los dos terminamos por reír. Puedo soportar algún problema más. Morir en compañía es como un sueño bonito que en un momento dado termina, pero a veces es peor una pesadilla.





hasta la semana que viene.....

martes, 29 de noviembre de 2011

Serie Z: Capítulo 11. Horror en el hipermercado


No me habla. Desde lo de antes. 

            Lo de antes me da vergüenza contarlo. Ahora le hablo del tiempo, de algunos recuerdos triviales que cualquier persona viva en el siglo XXI podría recordar. Ella guarda silencio pero camina a mi lado, o más bien detrás, a escasos pasos de mí. No es más lenta ni me quiere despreciar, tan sólo sabe que la espalda del enemigo es mejor mirarla de frente. 

            Aquí no hay amigos ni aliados, si alguien te salva la vida es posible que sea para poder quitártela después. Se aprende rápido esto. Quién tarda demasiado muere. Morir a manos de un no infectado es como tener cáncer y que te atropelle un camión. Está el alivio, pero también la sensación de estupidez.
            Los muertos no sienten, ni tienen que sobrevivir; y casi nadie se ríe de ellos. Tres ventajas. Tres a cero. Resultado justo.

            Seguimos el camino, esa mini te sienta como el cielo, le digo, sin mirarla, para que no me delaten los ojos. Para que sonría más que para que me odie un poco más.

            Es una frase ridícula, me arrepiento nada más decirla. No tengo 15 años, y aunque ella sobrepasa de poco esa edad sentirá vergüenza ajena de sólo escucharla. Ya no hay adolescentes ni casi jóvenes. O eres niño o estás viejo. Si esto es para siempre ya no habrá otra canción pop. Y el mundo ya está demasiado triste como para hacerlo insoportable del todo.

            Me giro después de decirlo para ver su reacción, ahora ya está hecho, es como dar un beso inesperado a una mujer casada, de nada vale apartarse y una bofetada no duele tanto. Sonríe, o ha sonreído, la sombra de la sonrisa es perezosa y siempre se queda en los sitios un buen rato después. Después de la fiesta siempre hay algo que recoger y no siempre va a la basura. Está sola. Lleva mucho tiempo sola. Y cualquier compañía es buena. 

            Yo sé quién es. Pero no se lo quiero recordar. No ahora. Quizá más tarde. Porque sabiendo quien es tengo muchas preguntas que hacerle sobre el momento que la conocí, o mejor, la vi. Y esa camiseta de los Celtics que le viene como 3 tallas grande ella no sabe que la he visto antes.

            Le digo que pararemos a comer. Ella responde con el silencio. Otra vez. Pero se detiene y mira ambos lados, como si pudiera elegir o su opinión fuera a ser tomada en cuenta. Aún no hemos hablado de las normas. Aún no hemos hablado de nada y en verdad la siento cercana. Alguien que ha estado siempre. Me pregunto si cuando los de Gran Hermano decían que en la casa todo se magnifica se referían a esto. Entre la muerte más sangrienta y putrefacta todo se magnifica, esa sería mi frase, y Mercedes Milá gritaría algo y yo me encendería un cigarro y le echaría el humo en la cara. Si se ha infectado que se cruce conmigo. Sólo pido eso, y después podría morir en paz.

            Me adentro en el bosque, ella se detiene cuando le digo que espere. Exploro la zona. La ausencia de peligro en el presente no sirve de nada pero es necesaria para adentrarse en el futuro. Como encender la luz al escuchar un sonido extraño en cualquier otra habitación. Los fantasmas existen pero esta noche están en otra casa. Todo en regla. Nos detendremos aquí.

            Ella no dice nada pero se sorprende de que no encienda el fuego. Yo me sorprendo de que sorpreniéndose de eso siga viva. Quizá podría vivir mejor de lo que vivo.

            Comemos unas frutas que he recogido. También unas setas crudas. Todas de colores muertos y feos. Las de colores brillantes y luminosos me recuerdan a la muerte y a algún que otro vestido de mi mujer.

            Ella come mirando al suelo, sentada sobre sus propias piernas. Yo me rompería las rodillas con sólo intentarlo, bromeo sobre eso pero nada.

            -Oye, siento lo de antes.

            -…

            -No quería besarte, menos aún de esa manera, no sé qué me pasó, llevo mucho tiempo solo, quizá desde mucho antes de la epidemia, si tiro 4 ó 5 imágenes de mi vida al aire seguro que la primera que recojo me presenta solo, y lo que es peor, con alguien a mi lado –ahora es fácil contar algo así, a ninguno de mis mejores amigos les llegué a decir nada parecido. Mi mujer y yo éramos la pareja perfecta. La vida no era bonita pero era fácil y entonces todos pensaban que éramos felices. Es una ecuación de primer grado. Mi hija sabía resolverlas.

            Ella no dice nada. Yo me callo por fin.

            -Si no fuera porque odio los refranes te diría que mejor solo que mal acompañado –me dice al fin. Su voz es bonita y suave, pero no infantil, como cacao en polvo esparcido sobre un pastel de chocolate.

            -Ese refrán es muy cierto cuando nace en la cabeza, pero se va volviendo insoportable conforme se despeña hacia el corazón.

            -¿Eres poeta o algo?

            -No, no soy nada, pero la vida actual no parece muy real, algo bueno tendría que tener.

            Eso parece hacerle gracia, sus dientes parecen sepias diminutas a punto de morir. Brillan. Brillan aquí y ahora, son respecto a este mundo como una luciérnaga dando vueltas alrededor de un cadáver.

            Compartimos algo de comida. Yo me quedo con hambre y ella parece quedarse satisfecha. Me pregunta la edad, le miento aunque no como para considerárseme un sinvergüenza. Yo no le pregunto la suya y ella no hace nada por decírmela. Ya no hay leyes ni juzgados, pero algún día fui padre.

            -Cuando los tuve cerca ya fue demasiado tarde –dice de pronto, mientras mastica algo que le da bastante asco –me quedé mirando mientras mi madre gritaba que corriera. Estábamos en el supermercado y las noticias decían que la plaga se acercaba pero que aún tardaría al menos una semana en llegar. No sé por qué no nos fuímos antes, quizá por no reconocer que todo se había acabado. Estábamos en la parte de las verduras, recuerdo que mi madre sopesaba dos sandías y me preguntaba cúal me parecía mejor. Mi padre apareció por el fondo del pasillo, con el brazo sangrando, nos dijo que escáparmos pero no lo hicimos, mi madre se abalanzó sobre él, lo abrazó y lo sostuvo contra ella. Ellos que siempre se estaban peleando. Poco después ella salió despedida hacia atrás y mi padre se le echó encima y comenzó a morderla, gritaba de tan adentro que se escuchaba mientras la desgarraba con sus dientes. Gritaban así los dos. Y yo lloraba. Ella comenzó a decir que saliera corriendo y por más que sólo pensaba en escapar no me movía de la puta baldosa que pisaba, viendo cómo la mataba o como quiera que se llame lo que te hacen yo me quedaba inmóvil, estática, con la boca abierta y un grito lanzándose con fuerza contra mi garganta tapiada. Y en verdad me quedaba quieta porque creía que era eso lo que tenía que hacer, que tenía que ayudarla pero tenía mucho miedo, demasiado miedo, y había oído tantas veces que cuando uno pierde lo que más quiere no piensa en sí mismo que me sentía sucia y casi una hija de puta y la verdad que me sigo sintiendo así. Y ahora vivo con eso y aún así me despierto cada día pensando cuál será la mejor forma de seguir viva cuando vuelva a dormirme. Luego me duermo y lo sueño y otro día llega y el sol no parece que se dé cuenta de nada y así se hace todo mucho más difícil.

            Quiere llorar pero no le doy pie, ni le tiendo una mano. Nunca supe comportarme en estos casos y por lo tanto sí sabía lo que es la soledad más absoluta y también ver cómo tu hija siempre abraza y besa a los demás pero frente a ti guarda un par de metros y te da los buenos días y luego espera para al final sólo recibir una frase similar y la frase termina y después no hay nada más y entonces corre hasta donde está su madre para poder creer que el día va a ser bueno de verdad.

            -Toma, es la última seta.

            -No, cómetela tú.

            -No tengo más hambre –le digo, y ella la coge y se la come y ya no me sorprendo de que no alcance a ver que ése es el abrazo más grande que he dado en mi vida.

            -¿Sabes? Aún siendo una pesadilla soñar con lo de mis padres, siempre me sale una especie de sonrisa muda cuando los imagino allí abrazados, porque ellos siempre estaban gritándose y fue la única vez que los vi queriéndose de verdad.

            Otro abrazo que se esfuma aprovechando la oscuridad de la noche.




SIENTO NO HABER COLGADO EL CAPÍTULO LA SEMANA PASADA...

...NO VOLVERÁ A PASAR 

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Serie Z: Capítulo 10. Aquí abajo se hospeda el puto infierno


Corro, como si me fuera la vida, como si huyera en vez de sólo ir. Llevo el hacha en la mano. Ellos son 4 y acaban de entrar dentro. Si le han dado caza ya le faltará medio cuerpo. Los mataré igual. La mataré a ella también. Corro y grito y también miro al cielo. Es de color morado, el color del miedo. Para matar es necesario temer, también para querer y más para ser querido. No deja de tener gracia pensar en el amor cuando te mueves para destruir cuando antes pensaba en destrucción cuando le hablaba a mi mujer de amor. Pero quien llevaba el hacha era ella. Y el infectado era yo.

            Los pies me piden detenerme justo en frente de la puerta, pero no les hago caso. Sé que si me paro ya no entraré y sé también que eso sería darle la razón a la mente; y quizás un poco también a mi mujer.

            Ya dentro siento el calor y el humo como una sola cosa azotándome como si fueran bates de baseball. Viene a ráfagas, me sacude y luego vuelta a empezar. Me agacho. Se oyen gritos. Gargantas que se desgarran como si sólo pretendieran partir algo en dos. Ella sólo escuchará eso y son tan salvajes que ni siquiera sentirá cómo se le quema el brazo que tiene apoyado contra una pared caliente. Estará temblando y sentirá en su pecho como el corazón le da puñetazos contra las costillas. Déjalo salir y muere aquí, porque no sabes que estoy y no vale la pena sufrir. 

No la oigo. Podría estar ya muerta. La tele sigue encendida. El sofá ha prendido y su funda de skay se está derritiendo. La madera cruje y se abate un mueble antiguo, al caer al suelo me da un vuelco el cuerpo, no debería disfrazarse de héroe quien se estremece por el estrépito de un sonido inesperado. O sí. Teme y entonces mata. Y deja que la naturaleza muerta sea quien llega a asustarte. Del miedo nos reímos cuando pasa. El miedo no es más que una persona que sale con pijama a la calle. 

Hablarse va bien, pero no quiero que me oigan. No podrían igual. Ellos no dejan de gritar como gritarán las almas que arden eternamente en el infierno. El grito del cielo es el del aburrimiento. Hay alguna muerte con castigo previo pero ninguna sin castigo posterior. Sale uno de ellos de lo que recuerdo que era el cuarto de baño, viene hacia mí, con un brazo colgando y el otro formando hondas sobre su cabeza, con el hacha rebaño el brazo, el resto de su cuerpo choca contra mí y los dos caemos al suelo. Sigue moviéndose como una cola de lagartija. El piso está caliente, me quemo las manos pero no por ello dejo de agarrar fuerte el hacha. Nadie se abandona al precipicio por más que las fuerzas ya no existan, si lo hace es por falta de fe. Yo no tengo esperanza en nada de lo que queda por vivir pero sí en lo que puedo matar. Me levanto antes que él, blando el arma y le alcanzo en el estómago, lo dejo aturdido pero sigue vivo. Trato de sacarle el hacha pero no puedo así que le cojo la cabeza y se la destrozo contra el suelo, el sonido no es más fuerte que el de dos nueces que partes con la misma mano. Desprendo la hoja de su estómago, le doy la vuelta y con la parte de atrás del filo le machaco lo que le queda de cabeza. Es como partir un melón y luego tratar de hacer zumo, sigo hasta que los últimos 3 golpes suenan a madera contra madera, de hecho estoy golpeando el suelo, y sólo el salpicar de alguna gota de sangre recuerda que ahí hubo una cabeza. Respiro. Me siento nuevo. Podría marcharme de aquí ahora porque ya estoy vacío, pero eso me llenaría la cabeza, y lo que pesa es lento. Faltan dos y falta ella. Y el fuego crece y por momentos parece lleno de rabia.

            Me pesa el hacha, cualquier arma la sostiene la furia, sin ella podría llevársela el viento y esconderse tras una nube cualquiera. También me pesa la ropa y las ganas de vivir. Si dejo de apretar los dientes por un segundo creo que podría levitar. Me siento liberado hasta que los gritos me recuerdan dónde estoy ahora y dónde tengo que seguir vivendo, cada día. Y cada día más. 

            Gritan y golpean las paredes y también metal y madera. Pueden ser sus manos o sus cabezas. Ella habrá pensado en su muerte diez veces y en la vida de la gente que quiso unas cien. Tengo que correr. Se escucha arriba. Subo los peldaños de dos en dos, uno de ellos aparece al final de la escalera, corre hacia mí. Cuando lo tengo un par de escalones de distancia lo atrapo del brazo y lo lanzo hacia abajo, cae al final de la escalera, corro hacia él, salto y caigo con todo mi peso contra su estómago. Siento cómo revienta bajo mis pies. Lo escucho como si no escuchara nada más. El silencio no es la ausencia de sonido, sino la soledad absoluta de uno ellos. Pongo mi bota sobre su cuello y presiono hasta que parece que sólo con eso voy a separarle la cabeza del cuerpo, le escupo en la cara, ya está muerto, doy un salto hacia arriba y vuelvo a caer sobre su tripa. Con la culata le golpeo el pecho tres veces, la última se lo perfora. La sangre que se queda pegada parece verde. No será ese su color, pero olerá igual de mal. 

            En cualquier momento la casa puede venirse abajo. El calor ya es insoportable. Podría estar ardiendo mi espalda y no lo notaría. Toso varias veces, me vienen arcadas pero sólo vomito humo. Tengo que darme prisa. Casi sin darme cuenta estoy arriba. Antes ni siquiera subí aquí. La rabia le delata, está en la habitación del fondo. Voy a paso lento. Aquí aún no ha llegado el fuego y a pesar de ello un fuerte resplandor viene de allí. Ralentizo el paso, me siento Clint Eastwood en algún Spagetthi Western en el que sólo él, y quizá Lee Van Cliff, sobrevivirá. Está en el suelo. Está en llamas. Se retuerce, siente el dolor, la humanidad es como una mancha difícil que nunca se va del todo, y si lo hace, arrastra al resto de color a la muerte. Siento pena por él, la siento y la siento fuerte. Me recuerda a cuando vi a Gadafi morir. Y el odio que sentí por los que no eran capaces de sentir lo mismo que yo sentía al verlo. Levanto el hacha, me duele hacerlo, ¿eutanasia o asesinato? Siempre fui de fuertes convicciones. 

El hacha se ha clavado tanto en el suelo de madera que no hay manera de sacarla, la remuevo como quien prepara un potaje para 300 personas. Al final sale. La apoyo en el hombro y voy a buscarla, como quien al llegar de trabajar indaga en silencio las habitaciones de su casa en busca de su hija. Porque hay una edad a la que jugar al escondite parece algo divertido y casi misterioso. Y es a esa edad cuando el tiempo se debería detener y la única pena la produciría el ver a otros para los que ya sería tarde.

Está en el baño. Ha echado el cerrojo. Podría decirle que abra, pero prefiero derribar la puerta con el hacha. Si recordara lo que dice Nicholson en El Resplandor bromearía con ello, pero nunca tuve buena memoria para los detalles. El sonido del partirse de la madera no es suficiente para ocultar el de su terror. 

-Soy humano, y estoy bastante sano.

Duda un buen rato.

-Aquí hace bastante calor, y abajo se hospeda el puto infierno –le doy 3 hachazos más y la activo. La puerta se abre y se queda frente a mí. Parece querer decir algo. Será gracias o quién sabe qué. La cojo de la mano y tiro de ella. No pesa más que una bolsa de Mercadona de dos céntimos llena.

La tapo con mi chaqueta y pasamos entre el fuego. Siento como la piel me cruje hasta partirse y supurar. No lo veo pero es un jugo blanco y con burbujas. Duele. Sigo vivo. He ganado.





CONTINUARÁ, CLARO....