martes, 28 de diciembre de 2010

Pruebas irrefutables del fin del mundo (una teta grande como saturno)


La situación es la que sigue. Once de la mañana, el banco a rebosar de gente, han cobrado las pensiones los jubilados y corre el rumor de que el gobierno va a dejar de pagarlas. Como todos los meses. Además es navidad y los niños ingresan los aguinaldos en sus libretas, dinero que luego sus padres irán sacando poco a poco para pagar las facturas. No les culpo. Dentro de unos años sus hijos quizás sí. Me da igual, yo ya no estaré allí, y quizá tampoco aquí.

            En los sofás verdes rural hay una mujer sentada. Es pálida y está gorda. Sostiene a su bebé en brazos y el niño llora. Tendrá hambre pienso primero. Luego caigo en la cuenta de que todos los niños nunca hacen otra cosa que no sea llorar y cagarse y mearse y sólo de vez en cuando sonríen y te cogen un dedo bien fuerte con su mano pequeña y piensas que nacer no está tan mal. Y a veces te dices: estaría bien volver a ser niño, y alguien te escucha y piensa que no estás bien del todo.

            Pero el niño en cuestión tenía hambre, así que la mujer se saca un pecho grande como Saturno y flácido como mantequilla caliente y arrima la cabeza del niño a su teta. Y la montaña suave e inmensa que es su seno, queda oculta tras la pequeña cabeza del niño, desafiando alguna de las leyes de la física. Respiro.
            


            Devuelvo un recibo de Vodafone a una mujer de pelo violeta, maldice la telefonía móvil como quince veces. Pienso en calmarla pero le aliento diciéndole que a mí también me han cobrado de más y que no me lo quieren devolver. Después pensaré que qué necesidad de ser sincero tenía en ese momento.

            Siguiente, digo, y ante mí la mujer, y el niño, y media teta como una carpa de circo gigante emergiendo por encima de la cabeza calva del niño. No sé qué me pide, dinero quizás, o tal vez sólo haya dicho: mira, sufre, mira mi teta gorda como es mordida y chupada. Miro a los lados, a mis compañeros, al resto de la gente, nadie más parece percatarse de la situación, o no les importa. El mundo está fatal.




            Luego se va y le pregunto a mi compañera si ha visto lo que ha ocurrido, me dice que no, se lo cuento y me contesta: ah, eso, sí lo he visto. Me ahorro gritarle que si algo así le parece normal. Ella me sigue mirando con asco.

            No estoy preparado para este mundo.

            Y esto es la tercera prueba de que el mundo termina. Primero fueron los coches con un faro roto, luego las cucarachas muertas y boca arriba por todas partes y ahora esto.

            Soy un recolector de síntomas de la catástrofe. En mi saco hay mucho y la vida es larga y herrumbrosa de sobras.

PD. Leyendo La Pesca de la Trucha en América, del suicida y genio (no precisamente por ese orden) Richard Brautigan. Una joya.


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