jueves, 20 de octubre de 2011

Serie Z: Capítulo 7. Pobre de mí


Una de las últimas veces que vi la televisión. Verano, la plaga ya está muy extendida, aún así se celebran los San Fermines. Es como si la gente tratara de seguir con su vida normal como si eso fuera posible. Alguien cree que reconocer el problema es entrar en él. La epidemia llega allí. Implacable. Como una ola gigante frente a una playa llena de turistas. ¿Cuántos de ellos mueren con el ojo en el objetivo de una cámara? 

El ejército está apostado frente a la Monumental de Pamplona, por la puerta grande, corriendo en dirección contraria al encierro, salen un montón de humanos, todos vestidos de blanco con el fajín y el pañuelo rojos. A pocos metros de ellos los infectados. Las personas comienzan a tropezar unos con otros y los infectados aún a paso lento y descoordinado dan caza a los que están en el suelo. Una polvareda de humo comienza a poblarlo todo de abajo hacia arriba. El sonido de la metralla ahoga el de los gritos. Estremece aún más ver las caras desencajadas de la gente y la ausencia de grito. Munch lo sabía. Luego lo supimos todos los demás. Los cuerpos comienzan a caer. Infectados y no infectados. Una lluvia de gotas de sangre se mantiene constante y levitante a dos metros del suelo, tan pronto el esputo de uno cae el suelo el de otro se eleva sobre él.  Cada vez son más, el ejército tiene que retroceder. Algunos de ellos clavan la punta de su ametralladora a modo de bayoneta sobre los infectados que ya se les echan encima. Nadie en su sano juicio sería capaz de no morir matando. Un tanque viniendo desde atrás pasa por encima de los cadáveres de algunos de los soldados. Centra su cañón, primero arriba para, formando una elipse, acabar bajando y apuntar a la multitud. Suelta tres descargas consecutivas. El fuego ahora tapa el humo y conforme va desapareciendo éste, un silencio profundo tan sólo roto por el sonido de casquetes, chapas y cemento cayendo al suelo.

El corresponsal llora y sólo acierta a decir dios mía, lo dice muchas veces hasta que al final sólo llora.

            Cuando la imagen queda nítida sólo puede verse un montón de cadáveres, apilados como sacos de patatas en el mercado de abastos, también algunas hogueras remitiendo desperdigadas a pocos metros de distancia las unas de las otras. Y sobre todos ellos, dócil y casi pensativo un toro con 4 banderillas clavadas en su lomo. El animal relame las heridas de uno de los cadáveres y avanza con lentitud hasta que se detiene y se acuesta sobre el colchón de carne blanda y carbonizada que oculta cualquier resquicio de asfalto.

            Un soldado se acerca al toro, se saca la pistola y apunta entre los cuernos. Algo le llama la atención. Saliendo de la plaza un torero, Pepín Liria, hace gestos al soldado para que se detenga. Éste le obedece. En su mano lleva el estoque. Apunta a la nuca, cierra el ojo izquierdo e imprime toda su fuerza en su puño. El toro en un acto reflejo alza su cabeza y parte de su tronco para después caer abatido.




3 comentarios:

Ochentero dijo...

Oleeee!

C* dijo...

joder con el torero, en vez de clavarle el estoque a los infectados, tiene que ir a por el pobre toro... siempre igual...

Anónimo dijo...

Jeje Bien por pepin liria