martes, 4 de octubre de 2011

Serie ZOMBIE: Capítulo 5. Histeria

Me despierta la lluvia y la histeria natural del bosque. Nada es agradable, pero sigo vivo y aquí no hay que darle demasiada importancia a los detalles. El sonido del bosque puede llegar a volver loco a una persona, tienes que acostumbrarte, a eso y a todo lo demás, pero han cambiado tantas cosas que al final lo difícil es seguir haciendo algo como lo hacías antes. A veces cambian tan rápido que no te da tiempo a darte cuenta. Igual una semana o un mes entero comes muchos conejos, algunos que cazas, otros que te encuentras ya muertos, y luego ya no encuentras ninguno. Nunca más. Cada vez hay menos animales a pesar de que también cada vez hay menos humanos. Quizá estén muriendo por otra causa, pero entonces, ¿por qué desaparecen? 

            Aparto el manto de hojas y arbustos que, además del frío, me protege de los ojos de los demás. Pesa como rocas rellenas de otras rocas. Me pica todo el cuerpo, me rasco hasta que la piel se me vuelve de un color rojo intenso. No es que me deje de picar cuando me detengo, es que me da miedo herirme. Miro el brazo como si con ello pudiera detenerlo, pero sigue picando.

Una vez recompuesto agradezco la lluvia que cae fina y refresca estos días de calor que acechan desde la última semana. Estamos a mediados de noviembre y los rayos de sol caen como miel. Hace dos semanas nevó, ¿Qué coño tendrá que ver la epidemia con todo esto? El calentamiento global será el que acabará con la raza humana, decían, y algunos cambiamos el desodorante de spray por el de roll-on y con eso nos sentimos bien. Reciclábamos religiosamente y ahora parece una estupidez recordarte haciéndolo, casi de la misma forma que uno se recuerda de niño diciéndole a la niña bonita y delgada del pupitre de atrás que algún día os casaríais y tendríais hijos. Casi cualquier atisbo de recuerdo de humanidad me llena de vergüenza. Me siento ridículo al recordarme ayudando a cruzar la calle a una anciana, ahora si la viera lo primero que haría sería echar mano del hacha. Estaría alerta y, a la mínima duda, la blandiría contra ella.

Creíamos que el sol nos destruiría pero nadie se paró a pensar que eso exigía tiempo y una muerte lenta. Las cosas importantes acaban en un instante, ahora están y un segundo después ya no están. Hubiera sido muy patético que tantos años de existencia se fueran apagando lentamente.

Casi tan patético como mi mujer y yo nos dejamos de querer.
 
      Ya no estoy seguro de que sea el sonido del bosque el que me ha despertado. Parece otra cosa. Diría que es un jadeo. Luego vienen unos cuantos más. Aunque la razón me dicta lo contrario voy hacia el sonido. Los encuentro unos cien metros al sur. Ella tiene las manos apoyadas sobre una roca, lleva una camiseta negra de manga corta y los pantalones y las bragas a la altura de las rodillas. Él desde atrás empuja con mucho ímpetu, lleva una camiseta de Larry Bird y calcetines amarillos, tan histéricos como el mismo bosque. Pronto arremete con más rapidez. Ella en su mano tiene un cuchillo que levanta para que el hombre lo vea.  Él sigue hasta que se corre, sin sacarla de su interior. Espero entonces que ella lo mate, pero no lo hace. Tan sólo deja caer su cuerpo sobre la roca y se queda quieta, respirando fuerte, con él sobre su espalda, un reguero de saliva cae de su boca hasta reposar sobre la nuca blanca y despejada de la chica. 

            Ella no lo ha matado y es extraño. Lo he visto algunas veces, siempre es así, es casi un ritual, una tradición, ella sostiene un arma para recordarle en todo momento que él tiene que correrse fuera y, si no lo hace, la utiliza contra sus huevos o su cara, depende de lo sádica que sea. 

No nacerán más niños mientras dure la epidemia, nunca más habrá un parto. No quieren quedarse embarazadas porque saben que, de caer, morirán pronto. Una mujer sola en esas circunstancias no puede sobrevivir, no encontrará los alimentos suficientes y ni siquiera podrá avanzar lo bastante como para que los infectados no le den caza. En caso de ir en grupo será abandonada, nadie quiere la compañía de un lastre así, y entonces otra vez lo mismo, serán presas fáciles de la vida, con o sin epidemia, en un mundo en el que sólo hay carreteras y bosques, ríos podridos y animales salvajes. Y humanos asustados que llevan muchos meses sin sexo. Y en definitiva algo muy parecido al fin del mundo.

            A su alrededor sólo hay unos pantalones vaqueros y unas botas. Una ardilla muerta y un par de botellas de agua medio vacías. El ver la ardilla me hace salivar la boca, pero es demasiado arriesgado intentar robarla. Retrocedo lentamente con cuidado de no pisar una rama seca que me delate. Desando mi camino y me sigo dirigiendo al norte.






HUELGA DECIR QUE CONTINUARÁ LA SEMANA QUE VIENE

¿Cuántos sois? o mejor... ¿cuántos quedáis? 

2 comentarios:

Ochentero dijo...

Aun sigo inmerso en este apocalipsis, las cosas se ponen duras y se hace mas brutal sobrevivir un dia... una hora... un minuto mas en este mundo que se va al carajo...me gusta Fentxo me gusta! sigue asi!

Anónimo dijo...

sin sexo y sin comida, me recuerda mucho a este último invierno! ( y otros más)