miércoles, 7 de septiembre de 2011

Los Miercoles una de Zombies: Capítulo 1


            Dicen que todo comenzó en la Iglesia de El Salvador en una pequeña localidad costera llamada Burriana. He escuchado miles de historias que narran el comienzo de la epidemia, pero de todas me quedo con ésta porque es la única que sé a ciencia cierta que no fue la primera. 

La misa había sido larga y afuera llovía. El sonido crepitante de las gotas de agua golpeando con fuerza las cristaleras de la iglesia se entremezclaba con el arrastrar de los pasos de los feligreses, en fila de a uno y con la boca ya medio abierta tres o cuatro turnos antes de que les tocara comulgar a ellos. Parecían tener prisa por terminar y salir a un día gris, como toda la semana anterior, llena de nubes y días. 

Gente que parecía no tener nada que ver la una con la otra, con sus diferentes alientos a café y a estómago vacío, pero en el fondo todos se entristecían con la lluvia y salivaban ante un filete de ternera.

Uno a uno el sacerdote los fue despachando a todos, unos cuarenta o cincuenta, era un domingo cualquiera.

El cuerpo de cristo, repetía una y otra vez el cura. Amén, y luego, esperar a llegar al banco para con el dedo quitarse los pedazos de oblea que habían quedado entre sus dientes. Cuando dio la última ostia miró la bandeja de plata y vio que habían sobrado más de la mitad, pensó en sí perdería su empleo. Sofocó una leve sonrisa. De vuelta al altar se sobresaltó cuando escuchó un grito de socorro seguido de un murmullo de pasos y voces que susurraban como tambores al otro lado de la montaña. Una mujer se había desmayado en el primer banco y pronto todos estaban a su alrededor. Todos menos una niña que se acercaba al altar. Ni siquiera habría tomado la primera comunión, pero qué importaba, tendría que tirar casi todas las obleas sobrantes. Bajó las escaleras para recibirla. Su pelo rubio caía desaliñado sobre su cara, su ropa, si bien no vieja, sí parecía haber sido utilizada para dormir esa misma noche y alguna de las anteriores. 

Algunas mujeres abanicaban a la señora que se había desmayado, una de ellas se dio la vuelta y, al cruzar su mirada con la del sacerdote se tapó la boca y emitió un grito ahogado, como una puerta vieja que se cierra con cuidado. El cura se puso nervioso, contempló la posibilidad de que la mujer se escandalizara porque fuera a darle la comunión, pensó en si su reacción sería similar de encontrarlo acostado con la misma niña, desnudos sobre una cama sin sábanas. Luego fue el dolor intenso. Como una descarga eléctrica con epicentro en la palma de su mano, corría a gran velocidad por el brazo para inundar todo su cuerpo hasta amansarse a la altura de sus pies. Trató de zafarse de la boca de la niña pero no podía, mordía con rabia y con ambas manos le sujetaba el brazo a la altura del codo. Estiró con fuerza y se separó de ella, quedando su mano atrapada entre los dientes pequeños y blancos, tan lejos de su antebrazo que le embargó una tristeza extraña y dolorosa al contemplarlo. Su pelo rubio descansaba sobre los nudillos y caía hasta cubrir el trozo de cúbito que sobresalía por la muñeca cercenada. La masticó rápidamente, dejando sólo algunos huesos y los músculos. Luego la tiró al suelo, se dio la vuelta y se dirigió hacia el tumulto formado alrededor de la mujer desmayada. Por detrás la ropa de la niña estaba rota y un gran boquete en su espalda dejaba ver la columna vertebral y la parte posterior de su estómago, también agujereado y por donde caían trozos de carne y pequeñas láminas transparentes que podrían ser las uñas. 



3 comentarios:

Alfonso Navarro dijo...

esto va a seguir todos los miércoles... si conocéis a alguien que le pueda interesar lo avisáis

gracias.
La dirección

Ochentero dijo...

Bueno bueno....un principio potente y sin concesiones..esto tiene muy buena pinta!

Anónimo dijo...

jodía niña!